Informático, tecnólogo, deportista inquito y familiar

martes, 23 de noviembre de 2010

Próximo Objetivo: "Alájar-El Calabacino-Castaño del Robledo-Camino Río Tinto-Alájar"

Y este fue el resultado:

Alájar-Castaño del Robledo-Alájar


Después de una semana bastante movidita por la lluvias tenemos una fría mañana de Domingo aunque muy soleada. Asistentes: Primer coche, Migue y Luis. Segundo coche, Patricia y yo. Partimos a las 8:00 de la panadería del polígono de ONO (pan recién hecho) rumbo a Alájar, lugar de partida de nuestro sendero. Después de subidas y bajadas de temperatura por el camino, (-1 grados en el puente de los cinco ojos) llegamos a Alájar sobre las 9:30. Cogemos lo necesario y emprendemos nuestro camino en el que vamos a probar por primera vez hacer la ruta con la ayuda de CompeGps en la PDA. (Buena experiencia aunque hay que comprar el programa porque la versión Demo tiene bastantes limitaciones.) Pasamos por el Calabacino, "marco incomparable" y llegamos al Castaño del Robledo con el 30% de nuestro sendero hecho ya. En la plaza principal del pueblo nos tomamos un cafelito con una tostada con aceite y seguimos en dirección Santa, por el Camino del Castaño del Robledo-Río tinto. La orografía del terreno va cambiando constantemente así como la vegetación. Pasamos por distintas zonas alfombradas con hojas, y rodeados de pinos en unos casos, castaños, chopos, etc. Llegamos a la cascada Jollarancos por Cuesta Boqueta para desembocar en Puente Casares. Aquí tenemos dos opciones: seguir el sendero marcado o investigar un poco en dirección La Presa de Santa Ana. Como vamos bien de ánimos y tiempo, decidimos experimentar un poco y ponemos rumbo a la Presa. Llegamos a la carretera Santa Ana-Aracena, y cruzamos La Presa para enfrentarnos a la última parte de nuestro recorrido que nos devolvería hasta Alájar después de serpentear en repetidas ocasiones el curso del agua. Al llegar a Alájar hemos cumplido nuestro objetivo marcado incialmente. Los asistentes hemos superado con creces nuestra prueba. 4 horas de camino, 20 Kms aproximadamente, por lo que tendremos que buscar nuevos retos. En la plaza principal nos tomamos la merecida cerveza y nos metemos tortilla, bocatas y demás sustentos entre pecho y espalda. Antes de abandonar el pueblo, nos autotenizamos comprando un par de quilitos de castañas para aliviar la extresante semana.

Hasta la próxima.


Otra bonita ruta por el Parque Natural de Aracena y Picos de Aroche. En este caso partiendo desde la bella localidad de Alajar tomamos el camino que subiendo a traves del singular asentamiento del Calabacino nos lleva hasta el Castaño del Robledo, para desde ahi, a traves del sendero a Santa Ana la Real y tras visitar la cascada de Jollarancos llegamos a Puente Casares, en donde nos desviarnos, pues en lugar tomar hacia la derecha para seguir hacia Santa Ana la Real tomaremos a la izquierda para llegar a la carretera que une esta última localidad con Alajar, y una vez en la carretera tomaremos a la izquierda, hasta que muy poco despues nos encontramos con el cartel informativo del sendero de el Castaño a Riotinto, el cual tomamos para buscar el cruce con el sendero que une Santa Ana con Alajar, el cual continuaremos para llegar al final de la ruta.

http://es.wikiloc.com/wikiloc/view.do?&id=923616

Actividad: senderismo
Distancia recorrida: 14,05 kilómetros
Altitud min: 518 metros, max: 837 metros
Desnivel acum. subiendo: 635 metros, bajando: 638 metros
Grado de dificultad: skill Moderado
Finaliza en el punto de partida (circular): Sí
Coordenadas: 479
Salida: Calle del médico Emilio González (Alájar)

lunes, 22 de noviembre de 2010

El Calabacino, otro mundo es posible



Neorruralismo, ecoaldea, comuna hippie… el afán por etiquetar los conceptos a veces encadena la libre expresión del lenguaje. Cuando un pensamiento torna en un vocablo, quedan muchos matices desperdigados más allá de sus acepciones. El Calabacino, en el término de Alájar y en pleno corazón de la sierra onubense, abarca un arco iris de términos, tantos como su centenar de habitantes. Es aquello, lo otro y lo de más allá.

Definir sus valores supone embarcarse en una aventura infructuosa hacia el fracaso lingüístico. Es mejor dejarse llevar por la corriente. Disfrutar de su estilo de vida, marcado por la ayuda mutua para la evolución solidaria de un hábitat; por el amor a la naturaleza; por sus constantes inquietudes en busca del desarrollo personal y cultural; por el deseo de ser autosuficientes con sus huertas ecológicas; por su voluntad de gestionar los designios de su existencia a través de un pacto con el entorno natural.

Desde la óptica lejana, los prismáticos del narrador quedan empañados por la realidad superflua. Por ello, Saltés bucea en esta aldea onubense a través de sus moradores, como Uli, Darma o Juanjo. Sus opiniones representan un prisma poliédrico para que el lector se acomode en las distintas versiones de un mismo lugar y elija, a su vez, el asiento desde el que quiere sumergirse en esta población de Alájar.

La repoblación de la aldea

Los finales de la década de los 70 marcan el periodo de este retorno rural. Esta región de la serranía onubense había perdido su población en favor del núcleo urbano de Alájar, cuando en el siglo XIX llegó a tener una población que superaba los 600 habitantes. La citada migración no seguía los parámetros económicos. Más bien, se veía impulsada por una serie de convicciones frente a la vida. Los nuevos pobladores buscaban entornos libres, tranquilos, menos contaminados y con una cierta calidad paisajística. El perfil del migrante era bastante heterogéneo si atendemos a su procedencia (provincias del norte, Andalucía, Alemania o Francia) o a sus impulsos profesionales (artistas y artesanos en su mayoría).

La primera oleada tan sólo fue una leve marejada migratoria, con varios andaluces y la familia de Nesin, un francés que representa a uno de los pioneros de esta aldea. Juanjo Ansotegui, por su parte, llegó con la segunda remesa, en los 80. “Este lugar estaba completamente abandonado. En el pasado, había sido un pueblo tan grande o más que Alájar, pero después sus antiguos habitantes se marcharon hacia este municipio, quedando tan sólo en la memoria de algunos aldeanos que venían a cuidar sus huertas”, explica este norteño.

En la actualidad, habitan cerca de 40 familias, lo que supone una población superior al centenar de habitantes, que se esparcen por las diversas zonas habitables: la propia aldea, La Umbría y Casas Arriba. Este aumento demográfico “se cimentó en buena medida en el tercer y más reciente boom migratorio. Ahora nos estamos acomodando a este crecimiento poblacional y buscando, a su vez, la manera de relacionarnos”, recalca Darma.

Formas de ocupación

Al llegar a un territorio virgen en urbanidad y próspero en fertilidad, los primeros asentamientos se realizaron en términos propios a la ocupación, pero en una escala menor. Representaban la excepción a la norma, ya que la práctica totalidad de los moradores optaron por adquirir las propiedades. Algunos reutilizaron las ruinas de antiguas construcciones destinadas a la conservación de herramientas agrícolas y otros levantaron sus propios hogares. Las tierras fueron liberadas de los páramos del olvido.

“Algunas personas provenían del movimiento ocupa, pero casi todos comprendieron que eso, a la postre, genera muchos problemas para conseguir un hogar perdurable en el tiempo. Muchos veníamos con la idea de buscar una huerta con agua y una vez elegida, comprábamos el terreno. En aquellos tiempos, los precios eran baratos, aunque para nosotros suponía un gran gasto”, detalla Juanjo.

El principal problema radicaba en la construcción de las casas, ya que la mayoría de los edificios estaban derruidos. “Lo más duro fue levantar tu hogar de la nada. Resultó un trabajo costoso a nivel económico y de una gran dedicación”, recuerda este aldeano.

La fisionomía ha mutado con el devenir de los años. El Calabacino, como cuál ente vivo, ha variado en su irremediable evolución. En su génesis, era un oasis alejado de la selva de asfalto. “Mantiene su esencia, pero antes era un lugar mucho más perdido. Había poca gente de fuera, casi nadie llegaba hasta la aldea. Las carreteras eran muy pequeñas y estaban en mal estado. Recuerdo que para llegar a Huelva tardábamos casi tres horas”, asegura Ansotegui.

Más allá del pulso urbano

Colina arriba. En cada estación del ca- mino, un acceso hacia lo desconocido por disentir de los dogmas de la sociedad del siglo XXI. Las puertas anticipan sensaciones inusuales. Primero, una vereda hacia cada hogar. Segundo, una voz amable que te invita hacia la confortabilidad de una charla profunda. Tercero, calidez en la mirada y honradez en las sosegadas palabras.

Juanjo Ansotegui lleva 20 años en El Calabacino. Dos décadas desde que varió la veleta de su vida, para cambiar el norte por el sur. “Estaba buscando algún núcleo alejado de la ciudad. Quería encontrar una población conectada con el campo y ya conocía gente de aquí, que en otros puntos de España me había hablado de la aldea. Nos gusto el entorno, el verde de este lugar y el agua. Entonces decidimos quedarnos”, reseña este norteño.

La edad también marca el sendero de los pensamientos y convicciones. Flexibiliza las creencias absolutas y las amolda en virtud de la experiencia. “En un primer momento, anhelaba una población apartada de todo lo convencional y, por ende, de la urbe, pero con el paso del tiempo terminas acoplándote a todo y acabas viendo los pro y los contra de cada situación. La mejora en las comunicaciones se ha traducido en una mayor afluencia de personas. El mundo no para y tienes que aprender a convivir con él. Sin embargo, seguimos disfrutando de un entorno natural privilegiado y mantenemos la esencia de El Calabacino en muchos aspectos”, explica Juanjo.

Una aldea con muchas acepciones

El significado de El Calabacino tiene tantas acepciones como habitantes. Para Juanjo su descripción corre pareja a estas palabras: “Es un pueblo, pero un pueblo con la intención de ser autosuficiente, que pretende cambiar el sistema de vida social que ha imperado siempre. Busca en los aspectos comunitarios sin establecer unas normas, encarnadas, por poner varios ejemplos, en el alcalde o en la policía municipal. Se trata de responder socialmente desde la independencia de cada uno. Esa responsabilidad individual hace que funcionemos sin la necesidad de que alguien nos mande. Bajo estos parámetros seguimos viviendo, algunas veces funciona y otras veces falla”.

Un cuarto de siglo a la sombra de esta aldea. Darma nació en Valencia y al llegar a la mayoría de edad se embarcó en una travesía vital por el mundo. Una helada en Sanabria (Zamora) y sus efectos sobre su huerto ecológico aceleraron su partida hacia el sur.

Este valenciano expone su propia concepción de El Calabacino: “Es una escuela para aprender a vivir con tus propios retos y exámenes. Representa un holograma del mundo, con información de todos los enclaves del planeta. Hay personas de diferentes países que traen su propia cultura y de esta forma, resulta, por así llamarlo, un experimento de fusión. Hay cosas que aquí son posibles y que en otros lugares resultan inviables, tales como la cercanía en las relaciones humanas. Te sientes más interrelacionado con tu entorno social, sin embargo tenemos que estar alertas, mantener nuestra identidad y no caer en este individualismo actual”.

La cohesión social en las labores comunitarias

En la retina de la memoria, Juanjo aún conserva el recuerdo de la ayuda fraternal en el levantamiento y edificación de su actual vivienda. “En las décadas de los 80 y 90, al haber menos familias en la aldea, cualquier cosa era realizada de una manera más comunitaria, pero nunca llegamos a ser una comuna como dicen por ahí. Lo que ocurría es que todos nos ayudábamos, había mucha colaboración y participación y eso se notaba en que todos los niños de El Calabacino siempre estaban juntos. Este último también pasa ahora, lo que ocurre es que se establecen grupos en función de la edad”, señala este norteño.

Con el crecimiento demográfico, el aspecto comunitario se “ha perdido un poco. Se siguen haciendo algunas cosas en común, pero al haber tantas familias es más difícil coordinarse. Hay algunas festividades en las que nos reunimos todos, como la de San Juan o en los cumpleaños. En otras ocasiones, acudimos a la casa de algún vecino a comer y hacemos terapias de bioenergía y juegos para los niños. Sin embargo, estas citas, digamos sociales, no tienen una fecha concreta en el calendario”, aclara Juanjo Ansotegui.
A pesar de estas disertaciones, El Calabacino mantiene unos lazos comunales bastante fuertes, sobre todo en el mantenimiento y conservación del camino real que conecta con Alájar. Estos trabajos se realizan en grupo y previamente son organizados en la tetería de la aldea, lugar de encuentro de muchos aldeanos.

Tradiciones y la relación con Alájar

En los tonos sepias del pasado existe una tradición de la aldea que ha pasado a la generación del color, aunque con la lógica evolución del tiempo. Antes, en cada cumpleaños, los más pequeños regalaban al anfitrión un juego ya usado por éstos, pero en perfecto estado. De esta forma, se conseguía alargar la vida del juguete, que cambiaba de manos para decorar otro corazón infantil con sonrisas e ilusiones. “Esto se sigue haciendo, pero también se hacen regalos independientes. Al final, el consumismo ha llegado hasta nosotros”, recalca Juanjo Ansotegui entre risas.

Por otra parte, la relación con los vecinos de Alájar se mantiene en la cordialidad, aunque en sus inicios hubo alguna nota discordante. La diferencias a veces separan, cuando es la más poderosa unión si es entendida desde el respeto y la concordia. “La comunicación es bastante buena, pero es como todo, como nosotros mismos. Hay gente que no te esforzarás por tratarla, porque ellos tampoco tienen ganas de tratarte. Más allá de estos casos esporádicos, existen muchos vecinos con los que tienes una relación bastante fluida. Al final ellos y nosotros nos hemos aceptado por como somos”, argumenta Ansotegui. Por su parte, Darma apunta que, “aunque las relaciones con los vecinos de Alájar es óptima, entablar conversaciones a nivel grupal con el Ayuntamiento resulta complicado, sobre todo a la hora de reconocer nuestro sistema de valores. Este aspecto hay que trabajarlo más, empezando por nosotros mismos, ya que debemos tener más claro lo que queremos”.

El ritmo vital de la aldea

La vida en El Calabacino también aparece definida por otros conceptos más tangibles. La sostenibilidad y la autosuficiencia guían el camino de estos habitantes. “Claro que bebemos de ambos términos. No somos una comuna. Si bien, cada familia tiene sus propios huertos para abastecerse en la medida de sus posibilidades”, aclara Juanjo Ansotegui.

Maneras de vivir, que se extrapolan hasta el más ínfimo detalle. No tirar colillas, reciclar, generar el menor número de residuos. Todo está íntimamente ligado con un estilo de vida, aquel que han elegido en libertad los habitantes de El Calabacino y que mece en su seno la estrecha protección del entorno natural.

“Nuestra identidad abarca muchos aspectos heterogéneos, ya sea el desarrollo personal, el respeto a la naturaleza y un intento de autosuficiencia mediante el trabajo de la tierra”, detalla Darma, quien a su vez asegura que “vivir en esta población es un poco duro, al no llegar el coche hasta la puerta de tu casa. Entonces todo es más trabajoso, pero en compensación tienes una tranquilidad absoluta y una gran autonomía. A veces, realizar las cosas despacio y con trabajo te obliga a ser más consciente de lo que haces”.

El reloj vital aquí marca una hora diferente, aunque con ciertos matices. “En la medida que estás conectado con el entorno exterior, el tiempo corre igual de rápido y te metes incluso en el estrés, pero también hay temporadas en las que sales de ese círculo vicioso e impera un minutero más relajado”, reseña Darma.

La cultura viaja, en muchas ocasiones, en la incomodidad de una furgoneta. Realiza kilómetros por toda la geografía nacional. Este ir y venir representa una constante cuando se concentran la organización de eventos lúdicos, relacionados con las profesiones de los habitantes de esta población. “Es complicado ganarse así la vida. Te obliga a salir mucho y dificulta el mantenimiento de la huerta. Esto también ha limitado la unión de la aldea”, detalla Juanjo.

El aprendizaje en este rincón de la serranía onubense tampoco se canaliza por los cauces habituales. La inquietud marca el desarrollo cognitivo de estos pobladores. “Algunos tienen estudios y otros no, pero son igualmente cultos. Ese deseo por aprender despierta los sentidos y adquieres conocimientos por tu propia cuenta, ya sea en libros o en la propia vida. Es un proceso de culturización que se acelera con la edad. Lees mucho y el intercambio de información con los vecinos también ayuda en esa tarea. También hay que tener en cuenta que intentamos tener activa y despierta la mente y eso se transmite a los hijos. Éstos nacen en un ambiente de educación diferente, con un gran volumen de conocimientos a su alrededor”, explica Ansotegui.

Esta particular enseñanza adquiere, además, una formación en valores, más allá de prejuicios y más profunda que los convencionalismos en los que solemos caer al abordar esta otra realidad. “Ahondamos en la libertad, pero no caemos en el libertinaje. Los niños no hacen lo que les da la gana. Existe una firmeza y también esa libertad de la que hablábamos. No les falta información de nada, no se les cierra las puertas del conocimiento y suelen viajar mucho, por lo que saben comportarse en ambientes muy diferentes. En la aldea existe una multiculturalidad motivada por nuestros lugares de procedencia, por eso no caen en tópicos del estilo: ‘los andaluces son así o asá’. Aquí somos de muchas maneras”, recalca Juanjo.

Más allá de este cuenco de enseñanza heterodoxa, los niños de esta aldea también acuden al colegio de Alájar y posteriormente, continúan su formación en el instituto de Aracena.

Miradas ajenas, visitas imprevistas

En los inicios de El Calabacino, sus habitantes eran más reacios a las visitas ajenas, pero este sentir general ha cambiado. Si bien, “molesta, como en cualquier lugar del mundo, que te observen con rareza, con unos ojos que no aceptan nuestra forma de vida. Entendemos que las personas quieran disfrutar de la naturaleza por los senderos anexos a nuestros hogares. Eso es inevitable y es una necesidad vital del ser humano. Éste es un lugar maravilloso para todos y comprendemos que quieran observar la belleza paisajística. Esto se acepta, pero hay ocasiones en que estos visitantes te miran, no te dicen ni hola e incluso te fotografían como si esto fuera un zoológico”, aclara el norteño Juanjo Ansotegui.

Labores comunitarias

El voluntariado representa una constante en el pentagrama solidario de esta aldea. Los vecinos de El Calabacino se unen para proteger los caminos del desgaste erosivo, recuperando zonas inhóspitas. “Intentamos mantener los senderos limpios y conservarlos en óptimas condiciones”, asegura Juanjo.

Educación heterodoxa

La curiosidad y el intercambio de información marcan el desarrollo cognitivo de estos pobladores, aderezado con un componente de libertad.

El dilema del agua corriente

En épocas de sequía extrema, el agua ha representado una reclamación social de la zona más baja de la aldea, debido a los problemas de abastecimiento. “Ahora mismo estamos inmersos en la posible llegada del agua corriente. Cubrir esta necesidad es importante sobre todo en aquellos momentos en los que el arroyo está prácticamente seco, a causa de la escasez de lluvias. Sin embargo, también tenemos ciertos miedos, porque queremos mantener la aldea como es y no que se levante todo el empedrado milenario para poner las tuberías. Parece que cuando pides algo, tiene que venir de una manera destructiva”, explica Juanjo. En el mismo sentido, Darma señala que “pretendemos que El Calabacino se quede como está, que los arreglos a realizar se hagan teniendo en cuenta que el máximo valor de la aldea, a nuestro entender, es su privilegiado entorno. Por ejemplo, si se levantasen los caminos y se procediera a un asfaltado del sendero, este lugar perdería su sabor y su solera. A corto plazo, un proyecto funcional es más rentable, pero a la larga se pierde más de lo que gana”.

'Modus vivendi'

Al zambullirnos en su idiosincrasia también se vislumbra unas cualidades intrínsecas a esta forma de vida. Muchos de los vecinos de El Calabacino han elegido la artesanía y la faceta artística como salidas profesionales que compaginen con su ‘modus vivendi’ y todo ello con la cultura como estandarte de sus inquietudes. “Nos alejamos de la palabra artista en toda su extensión, más bien somos artesanos del arte. El teatro y la música están muy presentes en esta aldea, así como las labores artesanales. Además, hay un buen grupo de albañiles, que realizan su labor de una manera extraordinaria. Si bien, las nuevas generaciones están ampliando el horizonte profesional, a través de nuevas disciplinas como la fotografía”, reseña Juanjo.

Transporte alternativo

En la edificación de muchas casas de El Calabacino han sido fundamentales las mulas y los burros, animales que transportaron los materiales constructivos. En la actualidad se siguen empleando para traer enseres desde el Alájar hasta El Calabacino.

Frío, a todo gas

Algunos de los frigoríficos de la aldea funcionan a partir de bombonas de butano, ya que las placas solares no generan la suficiente energía.

Alimentación sin aditivos

Dime que comes y te diré quien eres. La alimentación refrenda un modelo de vida que huye sofocante de los denominados conservantes, colorantes y aditivos. Del corazón de la tierra nace un vergel de productos alejados de las cadenas macro consumista, que en su afán por el beneficio indiscriminado atentan contra la salud. Estos conceptos de la sociedad obesa en complementos químicos se difuminan en El Calabacino.

La harina de antaño espolvorea la primera edificación que se encuentra en el sendero hacia esta aldea, pórtico del primer núcleo de población. Ese halo blanquecino dibuja la primera de las recetas ecológicas. Uli amasa con tranquilidad, sin la velocidad de los ‘Tiempos Modernos’ de Charles Chaplin y sin la doctrina ortodoxa de la época fordiana de ‘Un mundo feliz’, de Aldous Huxley. Sus dedos marcan figuras heterogéneas. Al compás de un ritual parsimonioso se amolda el futuro pan de algunos vecinos.

Decidió partir de Alemania hace 10 años para emprender “los caminos de la vida”, que le llevaron hasta El Calabacino. Un paréntesis en la conversación. La masa está lista para crecer en su horno de leña de encina. Limpia el cuenco de madera con delicadeza, ayudándose de una pequeña espátula. “Acabas aquí sin ningún motivo aparente. Sería como desembarcar en otro punto del planeta, pero al final, sin saber por qué, terminas en esta aldea”, aclara Uli.

La leña cruje. La masa descansa en una temperatura óptima. La levadura fermenta. Y ahora sus palabras explican el por qué te quedas una vez descubierto El Calabacino: “Su tranquilidad y su cercanía con la naturaleza son factores determinantes para hacer un alto y pasar varios años de tu vida en esta población”, finaliza este alemán de fachada y de corazón serrano.

Al salir de la puerta imagino la fragancia del pan de cereales recién hecho, macerado a fuego lento de encina y decorado con harina biológica. Es una ilusión que revolotea en el paladar. La mirada gira y entonces encuentra la tetería de Susana. “En este lugar nos reunimos en ocasiones para hablar sobre temas comunales”, apunta Juanjo Ansotegui.

Este norteño, al igual que Darma o Uli, poseen sus propias huertas. Una práctica habitual entre las gentes de esta aldea. Semillas de autosuficiencia germinan en la bondad de la fertilidad. Verduras, legumbres y árboles frutales decoran la mesa de estos aldeanos. La naturaleza les regala de sus entrañas el abrigo de una sana alimentación.

“En general, existen más vegetarianos que en otros sitios, pero en distintas graduaciones. Es decir, hay quienes son más radicales en este sentido y los que son más flexibles. En realidad, se come un poco de todo. Esta alimentación también se debe a nuestras propias huertas, ya que en la época de recolección comes aquello que generan estos terrenos. Nuestra mentalidad y nuestro aprendizaje van unidos a la forma de alimentarse, aunque con el tiempo dejas de ser extremista”, señala Ansotegui.

El autoabastecimiento va ligado al comportamiento de cada vecino. En el caso de Darma va evolucionando paulatinamente. “Cada año intento ser más autosuficiente y poco a poco voy consiguiendo más productos de la huerta. También estudió como conservar mejor mis alimentos, como la fruta y las hortalizas”, recalca este valenciano.
Del gallinero también nace un hueco en la despensa de El Calabacino. Los huevos nutren de proteínas y lípidos a los moradores de El Calabacino. Representa una forma de liberarse del consumo exógeno, en una apuesta por la producción de sus propios alimentos. Aún así hay artículos que tienen que comprarse en Alájar. “El aceite, el pienso de los animales, el cereal o las bombonas de butano son adquiridos en el pueblo, ya que aquí no podemos producirlos. Al final, cada vez que bajas, te acostumbras a venir cargado y cuando son materiales pesados, te acompaña el burro”, reseña Juanjo. Y Darma suma entre risas: “quizás de lo que sí dependemos en demasía es del petróleo”.

Cambios en la aldea

Negar el comercio exterior. Prescindir de la ayuda exógena. Adquirir una autonomía personal y colectiva. La pretensión era huir de las cadenas opresoras de la dependencia. Poco a poco, estas creencias fueron dejando paso a la comprensión, a la flexibilidad de opiniones y a considerar algunos adelantos tecnológicos como simples herramientas, que en función de su manejo adquieren las connotaciones positivas o negativas.

“Los inicios fueron duros. Nos enfrentamos a lo que había y lo aceptamos como era. Sin embargo, con el caminar de los años, esto ha ido cambiando y ahora tenemos de todo en la aldea. Algo que tampoco está mal. Antes no había luz y el agua no era lo primero que instalabas en tu casa. Intentabas que la cocina si tuviera el recurso de este líquido para limpiar, pero no existían baños como ahora. También era muy común la utilización de velas y lumigas. Vivimos así durante varios años y no nos importaba. Luego vinieron las placas solares y apareció la electricidad. El tendido eléctrico como los conocemos hoy en día aún no ha llegado hasta este punto. En la parte inferior, en la aldea, están estudiando su instalación”, explica Juanjo.

En las primeras etapas, al carecer de baño, los restos de materia orgánica se utilizaban para la generación del compostaje seco; un efectivo abono, tanto para la agricultura como la jardinería. Ahora los nuevos migrantes acortan los tiempos y proyectan sus nuevas infraestructuras con ciertas comodidades cotidianas: placas solares, cuarto de baño, agua…

El agua en la aldea

La canalización de los recursos hídricos de El Calabacino se realiza desde el barranco próximo a la población; una conexión realizada por los propios vecinos a través de mangueras y motores de extracción. Es decir, las diferentes casas disponen de agua de riego. “Con esto hay un gran dilema, porque entramos en términos de ilegalidad y legalidad. Lo legal sería la llegada del agua corriente y depurada a través de tuberías. Esto se está proyectando ahora y es el futuro”, comenta Ansotegui.

Para no mermar los acuíferos de la zona, los habitantes de esta aldea han utilizado los horarios de riego de los agricultores de antaño para regular y optimizar el consumo. “De esta manera se ha hecho el reparto del agua, sin embargo también hemos tenido en cuenta las épocas de sequía para asegurarnos el abastecimiento en los meses más secos”, puntualiza este norteño.

Tiempos de modernización

La televisión: dormidera de la actual sociedad, ventana del conocimiento o mirilla del espectáculo con tintes rosas. Otra herramienta más, con múltiples usos. Todo depende de la voluntad del usuario. Esta disertación fluye en su validez hacia cualquier adelanto tecnológico. “La pantalla televisiva también ha llegado a la aldea, al igual que los equipos de música o el ordenador. Por ejemplo, utilizo Internet para la venta de mis zapatos y para conocer la celebración de jornadas medievales”, explica Juanjo.

El Calabacino también ha asimilado el móvil, al compás de sus propios tiempos. “Al principio nadie tenía teléfono. El fijo era imposible instalarlo al carecer de línea telefónica, así que cuando salió el móvil fue la mejor opción para nosotros y más aún que ahora no hay ni cabinas”, asevera este norteño.

Medicina preventiva

La relación con la salud también adquiere ciertas peculiaridades en El Calabacino, porque “no existe una cultura de médicos. Por eso tratamos de ir por delante de las enfermedades, a través de una alimentación sana y adelantando el periodo de descanso en periodos de estrés, para alcanzar así una tranquilidad saludable. El equilibrio es fundamental en la prevención”, asegura Darma.